terça-feira, 26 de maio de 2009

Criminalización de los movimientos sociales en América Latina

Criminalización de los movimientos sociales en América Latina (1)

Claudia Korol

Cerrado el ciclo de dictaduras militares en América Latina, cuando los pueblos celebraban la “conquista de la democracia”, las clases dominantes comenzaron el proceso de readecuación de los mecanismos de control, de afirmación de su hegemonía, de manufactura del consenso, de fragmentación social y de represión, necesarios para asegurar el modo de acumulación del capitalismo en esta etapa. Las “democracias realmente existentes” aseguran la libre movilidad de los capitales; y reaccionan furiosamente si los movimientos populares obstaculizan su reproducción o su circulación. Los organismos internacionales de gestión del “gobierno mundial de las trasnacionales” (FMI, Banco Mundial, OMC, G-8, etc.), crean programas para garantizar que el saqueo sistemático de bienes de los territorios subordinados a sus estrategias, tengan vías de salida para el Primer Mundo. Promueven legislaciones para defender sus derechos. Crean fuerzas militares para patrullar y controlar estas regiones (como la IVº Flota norteamericana).
El capital ganó derechos en estas “nuevas democracias”. Lo que no se advierte suficientemente, es cómo al mismo tiempo perdieron derechos los pueblos, y especialmente quienes son
excluid@s de la sociedad, y recluid@s en verdaderos ghettos de miseria, de indigencia, en regiones donde no hay derechos, no hay ley, salvo el grito de orden de las fuerzas represivas. De la Doctrina de Seguridad Nacional, se ha pasado a la Doctrina de Seguridad Ciudadana, o a la Doctrina de Seguridad Democrática. Si la primera perseguía preferentemente a l@s “subversiv@s”, es decir, a quienes no aceptan el “orden” impuesto por las burguesías y el imperialismo para defender y reproducir su sistema; hoy se persigue “a l@s criminales”, entendiéndose por criminales tanto un movimiento que se levanta para recuperar la tierra, cuidar el territorio que habita, evitar la destrucción de la naturaleza, hacer producir una fábrica vaciada por sus patrones, como una persona que empujada violentamente al desamparo, recupera comida, o recolecta cartones para sobrevivir penosamente.
La criminalización de los movimientos populares es un aspecto orgánico de la política de “control social” del capitalismo para garantizar su reproducción y ampliación. Articula distintos planos que van desde la criminalización de la pobreza y la judicialización de la protesta social, hasta la represión política abierta y la militarización.
La llamada “globalización”, ha llevado la “guerra de los ricos contra los pobres” a una dimensión mundial. Si los gobiernos imperialistas, en nombre de la “democracia”, “de la libertad”, del “desarrollo”, del “progreso”, han invadido y destruido países y civilizaciones, han promovido la fragmentación de los Estados que se resistían a actuar de manera subordinada a sus intereses, han asesinado presidentes, y han colocado en un listado de “criminales” a líderes populares integrantes del “Eje del Mal” (en un discurso fundamentalista lindante con el fascismo), esto en el orden local se traduce en la persecución a los movimientos de defensa de los bienes de la naturaleza, de los derechos sociales, humanos, políticos.
Como consecuencia de las políticas de exclusión social y de precarización de todos los términos de la vida, se producen nuevos fenómenos en las relaciones sociales. El miedo “al otro” es uno de los datos significativos que “organiza” estas relaciones de desigualdad, desconfianza y dilución de las solidaridades. La fragmentación social funciona como estímulo de aquellos miedos. Los nuevos “desaparecidos sociales” configuran una fantasmática aterrorizante, en un cuerpo social varias veces herido y vulnerado por una continuidad de pérdidas materiales y simbólicas.
La exclusión social empuja a satisfacer las carencias de modo inmediato para garantizar la sobrevivencia, tanto en términos individuales como colectivos, generando en el imaginario construido desde la hegemonía cultural, la identificación de las zonas de pobreza con territorios de crimen. Estos sentidos que estimulan respuestas conservadoras, son alimentados por los grandes medios de comunicación, que activan deliberadamente los mecanismos del terror, para levantar las exigencias de “seguridad”, entendidas en última instancia como garantías para los derechos del capital.
La ruptura de identidades lleva a vivir la pobreza, la marginalidad, la miseria del otro, como amenaza, y a cargar ese sentimiento de contenidos racistas, xenófobos, violentos, represivos y autoritarios. Refuerzan estos mecanismos de enajenación social, la pérdida de sentidos y la despolitización de la lucha social, que favorecen que la misma ingrese en el índex de la criminalización como “causa penal”.
Los medios de comunicación juegan un rol central en la construcción de una subjetividad alienada. El discurso mediático se refuerza desde las políticas públicas que fragmentan el campo social e incluso territorial, con propuestas diferenciadas de educación, salud, vivienda, construyendo geografías que acentúan la distancia entre
incluid@s y excluid@s, al interior mismo de los sectores populares. Muchas Universidades, centros de investigación, fundaciones, y ámbitos de producción intelectual que responden a las agendas de intereses marcadas por el Banco Mundial y por los grandes centros del poder, producen un amplio espectro de interpretaciones que tienden a la disociación de los saberes, a su funcionalidad con los intereses del poder mundial, a la apropiación de los saberes populares, y a la asimilación incluso de los discursos progresistas, para fundamentar propuestas de desarticulación de las posibles alternativas populares.
Un aspecto esencial para reforzar la dominación lo constituye la creación de dispositivos de control de la pobreza. Escribe Esteban Rodríguez
(2): “En este contexto, caracterizado por la irrupción de la exclusión, el Estado ha redefinido su intervención. Porque el Estado seguirá interviniendo, aunque esta vez ya no tenderá hacia la integración social. Su intervención será exclusiva. Se interviene para reasegurar esa exclusividad, para mantener la exclusión, o lo que es lo mismo, para evitar la irrupción. La intervención estatal, se vuelve disruptiva. La disrupción es la forma que asume el control social cuando se trata de mantener la exclusión, cuando lo inviable se torna insustentable y por tanto ya no cabe inclusión alguna. Esas tecnologías de control tienen que ver con: a) las agencias políticas que, sobre la base del clientelismo, organizan la cooptación; b) las agencias sociales que, sobre la base de la cooptación, organizan el subsistencialismo; c) las agencias represivas que articulan diferentes prácticas (gatillo fácil, antitumulto, escuadrones de la muerte), que son formas de gestionar el crimen y el alza de la protesta social; y d) las agencias judiciales, que organizarán la criminalización de la pobreza, y luego la criminalización de la protesta”...“Cuando las multitudes irrumpen, hay que intervenir; y la intervención será brutal aunque focalizada, contundente aunque imperceptible, si la multitud no se resigna. De la “doctrina de seguridad nacional”, pasamos a la “tolerancia cero”, de la misma manera que la “mano invisible” se vuelve “mano dura”. Una mano que se vuelve puño, pero permanecerá invisible, intermitente, difusa y errante. De allí que no pueda percibírsela como tal. El terror del que hablamos es un terror espectral, que ya no tiene su base real en un punto determinado, en una institución, sino que permanecerá diseminado entre diferentes prácticas que organizan y gestionan la disrupción. Eso será el terrorismo de Estado en esta nueva época signada por la crisis de representación: un puño sin brazo”.
Algunas de las modalidades de la
criminalización de la pobreza, son el gatillo fácil, las razzias en las poblaciones pobres, la selectividad del sistema penal, la militarización de determinados barrios o regiones. Todos estos actúan como dispositivos de disciplinamiento, sin otro criterio que el castigo a la pobreza, y el acostumbramiento a la violencia como cara única de la ley. Se generan verdaderos asaltos a la población más vulnerable, tendientes a establecer el orden armado frente a los más débiles.
Las organizaciones feministas vienen denunciando diversas modalidades de
criminalización de las mujeres pobres, atrapadas en las redes de prostitución, perseguidas por legislaciones que reprimen a las víctimas mientras protegen a los jefes de la trata, víctimas principales de los femicidios, en una gran parte relacionados con esas redes. También la penalización del aborto, es una forma de criminalización de las mujeres pobres y de control de sus cuerpos.
Hay un hilo de continuidad entre las políticas de
criminalización de la pobreza, la judicialización de la protesta social, y la criminalización de los movimientos populares. La ubicación de l@s excluid@s como amenaza, y de sus acciones como delitos, interfieren la simbología que consideraba al luchador social como militantes solidarios, justicieros. Hoy quienes luchan son presentad@s como delincuentes, y su prisión es señalada como castigo ejemplificador.
Desde los medios de comunicación, y desde voceros oficiales del poder, se produce una fuerte
descalificación de la protesta social, que promueve su ilegitimidad social. Resulta otro mecanismo fundamental el cambio en las figuras penales empleadas en los procesamientos de l@s luchador@s, utilizado por el sistema judicial para evitar las excarcelaciones. Así el castigo se produce en el mismo proceso. El paso por las torturas en las comisarías, en las cárceles, forma parte del dispositivo de criminalización de la protesta y se ha vuelto un enorme chantaje sobre las organizaciones sociales.
Algunas de las formas entonces en que se manifiesta la criminalización de los movimientos populares, es el avance del proceso de
judicialización de los conflictos, visible en la multiplicación y el agravamiento de las figuras penales, en la manera que éstas son aplicadas por jueces y fiscales, en el número de procesamientos a militantes populares, en la estigmatización de las poblaciones y grupos movilizados, en el incremento de las fuerzas represivas y en la creación especial de cuerpos de élite, orientados a la represión y militarización de las zonas de conflicto. Por todos estos caminos, los problemas sociales y políticos se vuelven procesos penales, en los que el pueblo no tiene forma de intervención, más que como espectador o como “acusado”. De posibles actores sociales, los sujetos en conflicto quedan reducidos a excluidos, a víctimas, o a potenciales criminales.
Si en el plano continental, Colombia es el país que funciona como laboratorio privilegiado para los experimentos represivos contra las organizaciones populares, utilizándose siempre el mismo argumento –su hipotética vinculación con las guerrillas- estableciéndose un régimen dictatorial con apariencia de “democracia representativa”, y justificándose la liquidación completa de organizaciones, la prisión de sus dirigentes y de sus militantes, así como de poblaciones completas; resulta necesario advertir que los represores –policías, militares, jueces, legisladores, periodistas, políticos- hoy están “asesorando” a sus pares en varios países de América Latina. Resulta alarmante el proceso de criminalización del movimiento popular en México, en Perú, en Haití –bajo el mando de la MINUSTAH-, pero también los ensayos de criminalización del Movimiento Sin Tierra de Brasil en Rio Grande do Sul, la judicialización del movimiento campesino de Paraguay (continuando la justicia controlada por el Partido Colorado) , y la persecución y el exterminio del pueblo mapuche en Chile.
Destacándose estas situaciones, vale llamar la atención sobre el hecho de que las modalidades antes descritas no son la “excepción”, sino las formas más agudas de mecanismos de represión que se utilizan en prácticamente todos los países de América Latina, amparados en Leyes Antiterroristas que parecen copiadas de un país al otro, y ejecutadas por fuerzas represivas que estudian los mismos manuales y se ejercitan en común bajo el mando norteamericano, o en experiencias “humanitarias” de invasión a países, como es el caso de Haití.
Tal vez sea una necesidad y una urgencia de los movimientos populares del continente, reanimar los mecanismos de solidaridad internacionalista, promoviendo una fuerte campaña de denuncia de la criminalización de los movimientos sociales, de batalla por el desprocesamiento de
l@s luchador@s sociales judicializados, por la libertad de los presos y presas políticas, y por la legitimidad de defender todos y cada uno de los derechos humanos, incluido el derecho a la rebelión frente a todas las opresiones.

Notas

1- La mayoría de las opiniones que se brindan en este artículo, son una síntesis personal de una investigación colectiva realizada para el seminario “Criminalización de la pobreza y de los movimientos sociales en América Latina” - iniciativa del Instituto Rosa Luxemburgo y de la Red Social de Derechos Humanos de Brasil, que se reunió entre los días 18 y 20 de junio en la Escuela Nacional Florestan Fernandes, con participantes de Argentina, Chile, México, Paraguay, Brasil y Alemania.
2- “Un puño sin brazo. ¿Seguridad ciudadana o criminalización de la multitud?” en la publicación: “La criminalización de la protesta social”. Publicada por HIJOS La Plata y Ediciones Grupo La Grieta- Noviembre del 2003

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